En mi casa he reunido juguetes pequeños y grandes, sin los cuales no podría vivir. El niño que no juega no es niño, pero el hombre que no juega perdió para siempre al niño que vivía en él y que le hará mucha falta.
Conforme vamos creciendo, perdemos la frescura y el entusiasmo que nos caracteriza de niños y vamos rigidizando cada vez más nuestro comportamiento. Muchos ni siquiera permiten que se asome el más leve indicio del niño que tienen en su interior: jamás se permiten sentarse en el suelo como lo hacían cuando niños, les es impensable caminar saltando como lo hacen los chiquillos. Otros no se permiten relajarse mientras no se sientan completamente seguros o mientras no esté todo perfecto en su mundo, algo que no ocurrirá jamás.
¿Cómo es que llegamos a conducirnos de forma tan poco espontánea y natural? Evidentemente, hay muchos factores que contribuyen a nuestra forma de actuar en la etapa adulta, como el hecho de haber crecido en una familia muy restrictiva, sin embargo, una explicación que se ha dado a esa rigurosidad está relacionada con nuestras heridas de la infancia.
Durante nuestros primeros años de vida no todas nuestras necesidades son satisfechas por nuestros padres o personas que nos crían. Además, están los mensajes que directamente o indirectamente transmiten nuestros padres, tales como: “no tienes permitido cometer errores”, “no está bien confiar en ti mismo”, “debes ser totalmente independiente”. A partir de esto, llegamos a sentir que hay algo que no está bien en nosotros mismos, pues en la realidad es inevitable cometer errores, naturalmente tendemos a confiar en nuestras emociones y, por supuesto, no podemos ser totalmente independientes.
Surge una ansiedad inconsciente que se manifiesta como un temor básico, por ejemplo, a ser imperfecto porque seguimos cometiendo errores, a no tener suficiente apoyo en nosotros mismos porque no podemos confiar en nuestras emociones y pensamientos, a estar desvalidos porque somos demasiado independientes.
Como compensación y defensa ante este temor elemental, surge una avidez por satisfacer nuestras carencias de la niñez. Crece un deseo básico de probar que “se es bueno”, de “sentirse seguro”, de “sentirse cuidado y atendido” y de “ser feliz”. Este deseo elemental nos ayuda a arreglárnoslas para salir adelante en la vida.
Buscar estar bien de estas formas no representa ningún problema, todos queremos y necesitamos cierto grado de cuidado, atención y seguridad, excepto que generalmente lo llevamos al extremo y, en nuestro deseo de ser buenos y no cometer errores, terminamos siendo perfeccionistas; nuestro afán por sentirnos seguros, degenera en una fuerte dificultad para aventurarnos y una tendencia a apegarnos rígidamente a nuestras creencias; al pretender ser totalmente independientes y felices exageradamente, terminamos entregándonos a las actividades placenteras de manera compulsiva para asegurarnos el “bienestar”. Y estaremos dispuestos a cualquier cosa con tal de satisfacer ese deseo que “nos hará felices”, pero que en realidad sólo nos remite a un vacío que sólo se llenará al regresar a nuestra naturaleza esencial.
Como puedes imaginarte, si nos concentramos obsesivamente en estos fuertes deseos compensatorios, como hacemos de manera inconsciente, el resto de nuestras necesidades, de nuestros intereses y otras áreas de nuestras vidas acaban en el olvido. Es así como en muchas ocasiones llegamos a tener vidas empobrecidas y demasiado inflexibles, tensas y poco espontáneas.
¿Para qué nos sirve saber esto? Primero, para hacernos conscientes de esos mensajes que recibimos en la infancia y que hicimos nuestros, nos los creímos. Reconocer esto nos permite decidir si queremos continuar rigiéndonos por ellos o si construimos nuestras propias ideas acerca del mundo y de nosotros mismos. Identificar ese temor esencial que surge en diferentes momentos, sobre todo en momentos de mucho estrés, nos permite estar más alerta con respecto a nuestras motivaciones inconscientes, por lo que nos da la oportunidad de conocernos mejor y modificar nuestra conducta compulsiva, si así lo queremos.
Prácticamente todos cargamos con una herida de la infancia que, en parte, determina nuestras actitudes, pensamientos y emociones en la vida. Podríamos culpar a nuestros padres indefinidamente por las condiciones de nuestro desarrollo, mas hacerlo no contribuye en nada a nuestro bienestar. Recordemos que nuestros padres seguramente hicieron lo que pensaron que era mejor para nosotros y que quizás simplemente repitieron la forma en que sus padres los educaron. Estoy seguro de que ninguno fue a una escuela para aprender a criar a sus hijos.
También tenemos la opción de seguir actuando de acuerdo a lo vivido en la niñez o tomar la vida en nuestras manos, observarnos, conocernos, para construir la persona que queremos ser. Una forma de hacerlo es recuperar ese elemento esencial y espontáneo de nuestra conducta infantil. Todos podemos, si así nos lo proponemos, recuperar esa frescura que nos caracterizaba en la niñez. Un amigo una vez me dijo que hay una gran madurez en permitirnos, en algunos momentos, actuar como niños. Yo así lo creo.♦